Aquí estoy, escribiendo de una etapa que terminó para Emma y para mí, que nos ha hecho muy felices: la lactancia materna. Hacía tiempo que quería hacerlo, me encanta documentar de algún modo cada paso que vamos dando, pero hasta el momento no encontraba las palabras.
Empezaré por el principio. En el tercer mes de mi embarazo, nos instalamos por un tiempo indeterminado en México, con la fortuna de contar con mucho tiempo para dedicarme a mí, a mi panza, a mis sentimientos y a montar una nueva casa. En paralelo a las clases de pilates, de yoga, de preparación para el parto y de largas caminatas conociendo la ciudad, estudiaba la lactancia materna. Poco a poco fui, ¡y Leo también!, informándome sobre sus incontables e increíbles beneficios, tanto para el bebé como para la mamá. Con entusiasmo, demasiado amor, e incertidumbre por cómo reaccionaríamos ambas, así como muchísimas expectativas, me propuse amamantar de forma exclusiva a Emma.
El día del parto llegó, y la lactancia se vio muy empañada por la mala predisposición de las enfermeras y reglas del hospital; no así por mi pediatra, mi esposo y mis ganas. Gracias a la buena salud de ambas, solo pasamos allí una noche. Horas antes de partir con rumbo a casa, me comuniqué con Nora, una puericultora, quien nos ayudó a superar la confusión de succión causada por el uso de mamilas en las primeras horas de vida de Emma.
La etapa inicial fue difícil, pero gracias a la determinación de mi parte y de Leo, superamos las complicaciones y aprendimos una gran lección: a confiar en mí, en la naturaleza, en mi cuerpo, pero sobre todo: en Emma.
Como es muy habitual en las mamás primerizas, sufrí de lastimaduras en los pezones, se me caían las lágrimas cuando me la pegaba a mi pecho para comer. En esos momentos pensaba: “ya pasa, es un paso más, estamos aprendiendo las dos”. Como mamá, estaba segura que no quería renunciar a mi sueño de amamantar. Sí, era mi sueño. La puericultora nos enseñó las técnicas correctas para amamantar y a encontrar la posición más cómoda para que todo fluyera sin molestias. Sobre todo al principio, se necesita mucha dedicación y esfuerzo, pero después se alcanza el placer de crear un vínculo jamás vivido, ni sentido, irrepetible e indescriptible, único y precioso.
Tuvimos la bendición de pasar los primeros 10 días como papás, los tres juntos. Como la llegada de la gordita se adelantó, mi familia la conoció pasada su semana de vida. No quiero que suene mala onda esto, pero realmente estuvo padrísimo reconocernos, conocernos, aprender, olernos, sentirnos como nueva familia; solos, sin horarios, sin interrupciones, con momentos de silencio, de llanto, de emoción y también de dolor, en una soledad divina.
Los abuelos llegaron, y con ellos, los paseos por la ciudad con Emma de tan solo 15 días. Literalmente la recorrimos toda, porque ellos no habían venido nunca al DF y nosotras estábamos en nuestro “mejor momento”. Y ahí reconfirmé lo que tanto había oído: ¡la comodidad y la practicidad del pecho! Dos puntos más a favor, pensaba.
La amamanté en los mercados deliciosos del sur mientras comía unos ricos tacos, en el centro comercial Antara, al solecito, en el tren que te traslada al Castillo de Chapultepec, en los restaurantes, en el Museo de Frida Kalho, en la calle sentada en la puerta de un edificio. Decidí darle a libre demanda, por lo que no había horarios estipulados, ni manera de programar la hora de la comida.
¡Así fue como me “recibí” de mamá lactante, feliz, todo terreno! Podíamos estar en medio de un caos vehicular, un concierto de mariachis, un barco, una visita guiada, un museo, un avión, un té de amigas, un banco, un puente, una cena de amigos, ¡LITERAL DONDE SEA!; nosotras nos volvíamos una misma, y el mundo se detenía. Al principio, utilizaba una mantita, un ponchito, pero a medida que Emma crecía, día a día lo detestaba más… y yo, también. No nos podíamos contemplar y tampoco comunicar. Para solucionar esto, me compré varias blusas holgadas y con botones para poder desabrocharlas y taparme con ellas mismas para no sentirme expuesta.
Hoy, ya con más de un año y medio cursando la “carrera de mamá” puedo decir que durante 14 meses fui su alivio, su arrullo, su mamá canguro, su chupón, su todo junto a mi pecho. Sí, lo sigo siendo, pero ya no es lo mismo.
¡Qué nostalgia, pero que emoción saber que lo disfrutamos tanto, sin horarios, sin imposiciones, con libertad, alegría, aprendizaje y amor!